Aquí se publicaron las ilustraciones de la Muestra que se realizó en el Centro Cultural Recoleta en febrero del 2012. |
Me tocó ilustrar el texto "Me acuerdo de Don Esteban" |
El libro fue editado por la Comisión Arlt del Foro de Ilustradores con el apoyo del Fondo Metropolitano de la Cultura, las Artes y las Ciencias del Ministerio de Cultura del GCBA. |
Me acuerdo de Don Esteban
Hace una purreteada de días que tengo ganas de escribir sobre Don Esteban; y siempre aplazando el tema.
No sé si vive o ha muerto. Tendría cincuenta años cuando yo tenía siete.
En
verano e invierno usaba siempre camiseta de franela. Estaba "quebrado".
Sabía yo que aquello era una enfermedad, y suponía que la quebradura de
don Esteban debía estar en el lugar donde se fajaba, pues este lombardo
gastaba una faja negra que daba varias vueltas a su robusto corpazo, y
un sombrero abollado con el ala sombreándole la frente.
Se dedicaba a labores agrícolas; siempre andaba ensarmentando las parras o podando los durazneros.
El
campo le tiraba. Desaparecía de tiempo en tiempo, y de sus
desapariciones sólo llegaba yo a saber que estaba en Haedo, en una
chacra de Haedo.
Y
tanto oí hablar de ese Haedo, que Haedo era para mi imaginación
infantil, lo que las columnas de Hércules para los hombres de la
antigüedad. El límite del mundo conocido.
Lo que hacía
Don
Esteban hacía de todo. En su casa tenía parras, y podaba las parras;
recolectaba la uva, compraba "pasas" y en unos toneles grandotes
fabricaba un vino "casero"; un vinillo dulzón y diabólicamente
embriagador, pues recuerdo que una tarde me recosté bajo la espita y
comencé a beber hasta que se me infló el estómago, y luego salí viendo,
en visiones, un montón de macanas. Luego, para desemborracharme, me
dieron una soberbia paliza.
Don Esteban era aficionado a cebar pavos; y en el rincón del gallinero tenía una
conejera. Fumaba en pipa, y cuando se le rompía la bolsa de tabaco, fabricaba otra con
una vejiga de cerdo. Además, fabricaba excelentes boquillas con las patas de una liebre.
Más actividades
No
se conformaba con ésto. Cuidaba un terreno que daba a espaldas de una
fábrica, y la lonja de tierra estaba maravillosamente sembrada. Las
rayas de cebollas alternaban con las de repollos; la lechuga con la
espinaca. En un rincón, ocultas de la visión de los inspectores
municipales, había un plantel de plantas de tabaco, por las que
circulaban unos hediondísimos insectos verdes; y luego un gran espacio
completamente
consagrado
al orégano, y cierto arbusto aromático que él cortaba por la raíz y en
grandes manojos lo vendía en una carnicería que estaba junto al
corralón.
Silencio
Cuando
había terminado de trajinar la tierra, don Esteban se sentaba entre los
altos tallos verdes de cebollas, y se quedaba mirando el cielo azul
entre los claros de los
eucaliptos. No hablaba casi palabra.
Cuando
yo y el hijo hacíamos excesivas burradas, volvía la cabeza y luego se
sumergía en su meditación, mientras el agua corría lentamente a sus pies
por los canales, cuya corriente orientaba con un poco de tierra que
acumulaba con la pala.
¿Por
qué me acuerdo de estos detalles? No sé. Pero a medida que pasan los
años veo en don Esteban a un hombre de cuyo tipo existían muchos en esta
ciudad en formación. Un semitipo de campo, es decir, un hombre de la
orilla de la ciudad, donde ralean las casas y comienzan las quintas
(...)
Y
sobre todas las cosas, un enamorado de la vida rural. Me acuerdo que en
aquella época el litro de vino valía nueve centavos, sin embargo, él
fabricaba su vino, y lo cataba con religiosidad, como si fuera la sangre
viva de la tierra. Casi me atrevería a
jurar que ese hombre, que no sabía leer ni escribir, fue el primer poeta verdadero que he
conocido.
Roberto Arlt
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